Hoy dejaremos de lado a políticos y política para hablar de los asuntos de la fe y el espíritu. No solamente la época lo amerita, las condiciones que guarda la humanidad lo requieren con urgencia, por lo que hoy hablaremos de Jesús (Yeshua), el Mesías, el Salvador del hombre caído, que por herencia adámica lo somos todos, pero que lamentablemente cada vez es menor el número de los que conocen estos términos y muchos menos los que los entienden. Incapacidad que impide conocer a Dios como él desea que se le conozca, de restaurar la comunión perdida en el Paraíso.
La fe judeocristiana si bien se sostiene por doctrinas indestructibles y eternas, porcentualmente cada vez son menos los que las conocen de manera que su mensaje resulta desconocido para la mayoría. De hecho el propio Jesucristo, siendo parteaguas de la historia y reconciliador del hombre con Dios el Padre, cada vez se achica el grupo de los que le conocen y conocen su obra redentora, situación que me movió a escribir el libro YESHUA, EL MESÍAS (2015), del cual comparto algunas reflexiones en espera de que aporten o enriquezcan en algo la fe de los lectores que visitan esta columna, a los cuales deseo lo mejor y agradezco el favor de su atención a mi trabajo y espacio:
—“El autor considera necesario compartir con el lector algunas reflexiones que además de reflejar las condiciones del mundo actual, permitan entender que lugar ocupa Yeshua en la llamada aldea global. Lo cierto es que como humanidad estamos viviendo un otoño precoz —como dijera Octavio Paz en alguna de sus obras—, el pecado ha avanzado de tal forma y magnitud que engulle a diario normas y valores otrora judeocristianas sin que las mayorías no siquiera lo perciban, desoyendo sin remordimiento la voz divina y desollando al cuerpo social hasta dejar un esqueleto espiritualmente irreconocible, que de no ser por su ADN histórico, resultaría imposible rastrear su origen.
En ese entorno espiritualmente hostil y desolador, Yeshua se ha convertido en un extraño para las mayorías; paradójicamente las más informadas de toda la historia y al mismo tiempo las más ignorantes en los asuntos de fe, juzgando con absoluta ligereza lo que desconocen del todo. Herederos milenarios de las creencias en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob y de su enviado el Mesías Yeshua, los pueblos del siglo veintiuno se regodean en sus conocimientos digitales y los avances tecnológicos, mientras que reprobarían un examen elemental de las creencias y doctrinas bíblicas del judeocristianismo ¿Cómo creer en un Mesías que desconocen del todo?, que no saben quién es, ni a qué vino, por qué murió, mucho menos están enterados de la importancia y trascendencia para la humanidad de su poderosa resurrección y sus efectos espirituales para el destino de todos. Son temas que les resultan ajenos e imposibles de entender, mucho menos de responder con alguna opinión sostenida con argumentos válidos y congruentes, pero lo hacen.
Dominados por un hedonismo unido en amasiato con un materialismo feroz, su miseria existencial se limita al gozo temporal del momento al carecer de un mañana de certezas; impensable por consecuencia considerar una eternidad feliz en el reino de Dios. Son proyectos y conceptos ajenos a su vida limitada a momentos o ratos de placer; situación (y condición) que causa verdadero dolor y no poca impotencia al creyente judío o cristiano al saber que los planes del Dios de Israel no han cambiado, que su anhelo de salvar a toda la humanidad se mantiene vigente. El problema, sin embargo, es que no hay quién les predique el mensaje divino, peor cosa es que gran parte de los hombres del posmodernismo tampoco quieren saber nada de Dios, de quien lamentablemente han vivido distantes y ajenos en absoluto. El sociólogo Lipovetsky lo escribe de manera descarnada: ‘Dios ha muerto, las grandes finalidades se apagan, pero a nadie le importa un bledo’….
Entendiendo que así como hay cientos de millones de gentiles que dicen creer en Yeshua (Jesús), en realidad jamás le han conocido ni viven tampoco conforme a sus enseñanzas ni confiados en su obra redentora. En otras palabras: conocer intelectualmente la existencia de Yeshua no hace creyente a nadie.
Abreviando: no se cree por decreto o por nacer en un hogar judío o cristiano; se cree realmente cuando se abre el corazón en fe y humildad delante de Dios reconociendo la pecaminosidad propia, permitiendo que las Sagradas Escrituras nutran y enseñen a la persona el camino a seguir. Un camino que solamente en Yeshua cobra vida y sentido existencial…” (págs. 321-323,327).
Cierro este comentario estimado lector deseándole a usted y su apreciable familia una Feliz Navidad.
¡Hasta el próximo sábado, si Dios nos permite!
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