El asesinato de dos jesuitas en un pueblo de Chihuahua les movió por fin a señalar la terrible condición en que se encuentra el país. Reunidos rectores y directores del Sistema Universitario Jesuita declararon indignados el agravio recibido al modo de martirio, señalando de paso el caos e inseguridad que padece México de manera grave.
Conocido diario de una cadena nacional reprodujo con firmeza e indignación el fracaso del gobierno de López Obrador denunciado por los jesuitas: “Es estado fallido, hay ley de la selva” (Mural, 23/jun/2022). ¿Tuvieron que sufrir en carne propia la maldad de los asesinos que gobiernan el país para denunciar y mostrar su indignación al gobierno ornamental? ¿Más de 123 mil personas asesinadas en lo que corre de esta pesadilla no les fueron suficientes para levantar la voz?
No dicen acaso las Sagradas Escrituras: “Levanta la voz por los que no tienen voz. En el juicio de todos los desvalidos” (Prov 31:8). Su silencio acomodaticio les volvió cómplices, olvidando que la fe judeocristiana no tiene nada que ver con la teología de la liberación, sino con el reino de Dios y su justicia. Y en lo que corre del siglo XXI no hemos tenido un solo gobierno justo y que vea por la justicia de los ciudadanos; si bien el actual ha sido el peor, el más corrompido, derrochador y poblado de incapaces y ambiciosos.
En todos estos años algunos periodistas y escritores no hemos hecho otra cosa que advertir el rumbo equivocado que llevaba el país y el peligro que representaba el actual para todos nosotros cuando todavía no eran gobierno. No hubo respuesta. De hecho, para algunos ha sido causa de censura y marginación (me sumo a esta lista).
Como escritor en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en el año 2011 presenté un texto titulado “México: ¿Estado Fallido o País Traicionado?” (volumen uno), libro que independientemente de las molestias que causó a algunos que prefieren “que no hagan olas”; lo cierto es que alertó acerca de lo que estaba sucediendo y el rumbo equivocado que se estaba tomando, haciendo al efecto un recuento de la historia nacional a partir de la guerra de Independencia.
En ese momento Felipe Calderón era presidente del país y la conducción del mismo reflejaba impericia, escasa sabiduría, y ausencia del estadista; aunque comparado con López Obrador, la verdad es que resulta un Winston Churchill.
En mi libro referido, entre otras cosas señalaba y advertía en la introducción:
—“Esta adversa situación que guarda el país… me recuerda un comentario del escritor español Jorge Semprún… Ya viejo, el que fuera Ministro de Cultura en el gobierno de Felipe González confesó a su entrevistador: ‘He perdido mis certidumbres, pero he conservado mis ilusiones’. En lo personal no espero gran cosa de los actuales gobiernos, menos todavía cuando veo que repudian por sistema a los viejos (por tanto la sabiduría y la experiencia); cuando de un otoño frágil y reseco hemos pasado a un frío invierno con pocas perspectivas halagüeñas para la República. Aún así, al igual que Jorge Semprún conservo mis ilusiones, deseando fervientemente que las nuevas generaciones tengan un mejor país del que tienen por desgracia en este momento; que la caterva de gobernantes ambiciosos, corruptos e ignorantes que ha caído sobre México a manera de las plagas de Egipto, sean eliminados con el fumigante del derecho, la legalidad, la auténtica democracia, el trabajo honesto y una mejor educación que incluya la historia de esta gran Nación que Dios nos entregó a manera de patrimonio y administración” (pág. 36).
Dos años después publiqué el volumen dos de este título, en el que señalaba entre otras de mis conclusiones:
—Con la ambición de la clase política desbordada, los intereses nacionales quedaron vulnerables y a la deriva. Los depredadores de fuera y de dentro, que a final de cuentas son humanos, mostraron de inmediato ser fieles devotos del dios ‘mammón’, de un materialismo vandálico y depredador reducido a la cosmovisión individualista de Narciso. Los partidos políticos dejaron de actuar como entes públicos destinados al servicio para convertirse en una especie de bandas o pandillas, barnizadas apenas de cierta retórica ideológica híbrida y sin contenido social, más interesada en algunas minorías, que en el bienestar de la gran masa social” (pág. 397).
Escritores y periodistas críticos de los gobiernos y partidos nos convertimos —como siempre ha sucedido en todos los tiempos y países— en personas incómodas y objeto de la inquina oficial de los gobiernos en turno (sobre todo del actual). En lo personal sufrí censura en la prensa y la televisión, y no pocos medios me han negado incluso cualquier entrevista o comentario. Aunque de nadie es un secreto el odio y ataque manifiesto de López Obrador contra intelectuales y periodistas que le critican: Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín, Carlos Loret de Mola, Denisse Dresser, Raymundo Riva Palacio, Ricardo Rocha, por señalar algunos de la larga lista de víctimas de la ira presidencial.
Sin olvidar por supuesto que durante el actual sexenio los asesinatos de periodistas han estado a la orden del día. Pero volviendo al inicio de este artículo, a la indignación de los jesuitas —que es muy entendible y justificable—, entre sus declaraciones se oyeron voces y reclamos muy fuertes: “La política de seguridad, no está sirviendo, todo lo contrario, narco avanza”, “Estamos solos, abandonados, sometidos a la ley del más fuerte”, “Hay una institucionalidad débil, corrompida y omisa”.
¿Dónde estuvieron los jesuitas hoy dolidos (y otras órdenes) cuando más de 120 mil mexicanos eran asesinados impunemente? ¿Por qué no levantaron la voz de reclamo airado a favor de esas familias dolidas que un gobierno perverso y dictatorial se ha negado a escuchar? ¿Por qué no señalaban que el regalar dinero público que se requería en hospitales, medicinas, aparatos, quirófanos, mantenimiento, seguridad, carreteras, educación, etcétera, era en más del 70 por ciento de los casos, la compra de conciencias y voluntades?
Su actitud me recuerda a lo escrito por Henry D. Thoreau: “hay miles de personas que se oponen a la esclavitud y la guerra, pero sin embargo no hacen nada para terminarla… esperan, muy bien dispuestos, a que otros le pongan remedio al mal, para que ya no les remuerda”.
Pero sobre todo me recuerda a los clérigos alemanes de la época hitleriana (tanto católicos como luteranos), que no queriendo tener problemas con el führer callaron y disimularon ante los horrores y crímenes sin fin cometidos por aquel endemoniado, resultando oportuno recordar el poema del capitán Martin Niemöller, que, habiendo sido héroe de la Primera Guerra, dejó la milicia para convertirse en pastor de almas. Aunque no como la mayoría en el siglo XXI, su compromiso ministerial le llevó a ser un crítico severo de Hitler, quien le convirtió en su «prisionero personal» pasando todos esos años en la cárcel, siendo autor del famoso poema que nos recuerda y señala a todos los que guardan silencio cuando se debe hablar con firmeza para confrontar la injusticia:
“Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, ya que yo no era comunista.
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio ya que yo no era socialdemócrata.
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, ya que yo no era sindicalista.
Cuando vinieron a llevarse a los judíos no protesté, ya que yo no era judío.
Cuando vinieron a buscarme a mí, ya no había nadie más que pudiera protestar”.
¡Hasta el próximo sábado si Dios nos permite!
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