En los últimos años se ha hecho popular cierta frase: “¡venimos al mundo para ser felices!”, ¿En verdad para eso venimos? Y aunque legiones de hedonistas con ayuda de algunos comunicadores y las redes sociales, aseguran y machacan cotidianamente este deseo, lo cierto es que carecen de sostén alguno, ya que el tema, además de profundo y trascendente, amerita una reflexión seria y adecuada. No es sobrado decir que con la vida no se juega, es necesario tener respuesta a las grandes preguntas que todo ser humano se debe hacer: 1) ¿Saber quién eres y qué estás haciendo en el mundo?, 2) ¿Saber hacia dónde te diriges?, 3) ¿Si hay Dios y eternidad, cómo te vas a enfrentar ese día?
Cuando se observa a jóvenes que por ‘diversión’ se avientan desde una montaña con alas de tela, o en bicicleta por diminutos senderos en medio de profundos precipicios rocosos, que se lanzan amarrados de una liga desde un puente, o cruzan caminando entre dos rascacielos o dos montañas en una delgada cuerda, queda claro que no tienen la menor idea de su sentido existencial. Sus diversiones con marcados tintes suicidas dejan en evidencia su desapego a la vida, su vacío interior, aunque la envoltura de su ‘diversión’ diga que son felices.
De entrada habrá que establecerse qué es felicidad. Porque los promotores de esta idea en realidad tratan de decir que: “¡venimos para divertirnos y pasarla lo mejor posible!”. Su deseo no está mal, el problema es que es una utopía, un deseo alejado totalmente de la realidad y del significado de lo que es felicidad. Confunden el instante con el día completo.
La vida de principio a fin lleva consigo otros temas en el bagaje: dependencia de los padres, educación y formación, corrección y disciplina (aspectos que en conjunto hacen del individuo un ser sociable, adaptado a su entorno y sometido al imperio de la ley por cuanto ha pasado el proceso), así como capacitación laboral o estudios superiores, para finalmente trabajar para ganarse el sustento de una forma honesta. Sin olvidar que entre todas las etapas ya referidas la enfermedad, el dolor, y la adversidad, pueden presentarse y cambiar en un instante las condiciones de vida de la persona.
Continuémos. De contar con una sólida formación, el individuo pasará a la siguiente fase que es la formación de una familia; decisión que trae aparejada un gran número de obligaciones y responsabilidades que harán que su vida personal pase a un segundo plano, mientras que su esfuerzo (movido por el amor) se concentrará en favorecer a su familia. ¿Un esposo que trabaja para sacar adelante a su mujer y a su(s) hijo(s), cuyo esfuerzo, dinero, tiempo y dedicación son para los suyos es infeliz?
Porque es un hecho que a mayoría de las personas (pensando en la mayoría de los mexicanos) no pueden viajar como lo hacen los artistas, celebridades, e individuos de clases pudientes. Los que venden esa idea de “se vive para ser feliz” (felicidad que asocian a viajes, placeres, dinero, fiestas, etcétera) además de ilusos, se exhiben indolentes ante una mayoría que vive de otras maneras.
Para estos ‘felices’ sin descanso, decenas de millones de mexicanos son infelices a lo largo y ancho del país. No pueden viajar a Europa ni a otros destinos en el extranjero, no viven para planear su próximo ‘tour’, ni para transitar de reunión en reunión con los amigos, mucho menos estrenar autos exclusivos ni comprar las marcas de moda. Así como entienden ellos la vida no, definitivamente no son felices. Unos se levantan de madrugada para subirse al transporte público padeciendo a diario incomodidades e incluso asaltos, en su trabajo tienen que construir, conducir, pintar, cargar, archivar, lavar, cocinar, atender, barrer, etcétera, etcétera.
Ni qué decir entonces de los millones de enfermos, que ya sea en hospitales, clínicas, asilos o en sus propias casas por no contar con los recursos para una mejor atención, ni son felices ni nunca lo han sido. ¿Esto es así? Por supuesto que no, un gran porcentaje de estas personas tienen una cosmovisión que aunque sencilla, está anclada en milenarias raíces heredadas de generación en generación y nutridas por la fe judeocristiana (aunque a los ateos posmodernos no les agrade la realidad).
Sin embargo, estos millones de personas saben ser felices aun en la pobreza o en sus limitaciones por cuanto su alegría interior no es cuantificable en pesos ni medible por los estándares de consumo.
Cuán feliz (sinónimo de satisfecha) se siente la madre que dedica y ha dedicado años y más años al cuidado de los suyos, que se ha negado a los placeres que ahora se venden como felicidad, sabiendo que en su renuncia a muchas de esas cosas sus hijos han sido protegidos en su salud, formados en sus principios y cubiertos con una educación media o superior que les permitirá abrirse camino en la vida. Quizá no conozca el gimnasio y su cuerpo no se parezca en nada al de su juventud, pero esa felicidad del deber cumplido, que no es otra que el amor volcado al prójimo, nadie se la puede quitar, aun cuando ya comience a esconder su sonrisa entre arrugas prematuras.
¿Qué felicidad puede tener el trailero o el conductor de autobús foráneo cuando recorre el país trasladando mercancías o personas? Ni son sus mercancías ni tampoco andan paseando a su familia, pero pregúnteles acerca de su trabajo y le dirán que a pesar de todos los problemas son felices. Y lo son porque esa es su vocación (servir), y al cumplir con el rol que le vida les ha asignado en la comedia humana, la felicidad se convierte en el fruto del deber cumplido.
Querer, pues, “vivir para ser feliz”, además de absurdo es imposible, al menos si se confunde el hedonismo con la felicidad, que en la mayoría de los casos (la felicidad) se da en las acciones cotidianas, en el cumplir con los deberes de manera entregada, en tener una vida interior satisfecha pues como decía San Agustín “hay un vacío en el corazón del hombre que solo puede ser llenado por Dios”. Quizá sea este el punto focal, dado que a la inmensa mayoría en las nuevas generaciones no se les ha aportado el conocimiento de Dios y de la fe, asunto al que si le agregamos los escándalos de los líderes religiosos (que no son siervos de Dios sino negociantes que sirven de tropiezo, que ni entran ni dejan entrar).
Jesucristo dijo que “la felicidad del hombre no está en la cantidad de bienes que posee”. De mucha ayuda será para quienes desean esa falsa felicidad, que hagan un alto en su propósito de vida y revisen en una introspección (sin faltar obviamente la ayuda espiritual) su realidad y aquello con lo que han sido provistos, pues quizá, y como en el viejo cuento ruso de “El pájaro azul”, la felicidad que han estado inútilmente buscando fuera se encuentra en casa, en la familia y en su Creador, que dicho sea de paso, es el único que concede verdadero sentido existencial.
¡Hasta el próximo sábado si Dios nos permite!
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